De perros la vida parece creérselas. No por la intensidad por la que puede ir..., no, se las cree por lo que puede llegar a ir permitiéndonos.

¿Sabes lo que siente un perro cuando su amo le deja solo en la casa, por más de ocho horas? ¿Mirará el cielo, estará pendiente de la ventana, te ladrará por compañía o por alguna necesidad básica, se sumergirá en sueños donde te siente cerca? ¿Sentirá el vació de que nunca volverás, que te habrá pasado algo de eso que él desconoce pero que imparablemente aparta entre ladridos cuando lo siente? ¿Cómo hace para acortar el tiempo, llora, imagina, vive igual?

Es feo saberte querido por mera necesidad, bien sentencia una amiga. Seguramente el perro jamás sentiría eso, pero a veces sólo los tratamos así, a veces, y he aquí la tonta vida, nos trata así.

Sentirse de perro es sentir que a quién puramente quieres va y viene entre cosas a veces menos importantes que uno. Que los días son como una espesa neblina de la mañana que espera el sol de algún amanecer que pueda dar claridad. Que los ladridos sin palabras, que los gestos sin palabras, ¡Que los silencios sin palabras! son la más pura emoción de decir cuanto se quiere.

Los ojos cansados, la mirada perdida, los jadeos sin expresión, la inutilidad de las fuerzas, los escasos e inconscientes constantes micromovimientos, toda esa sensación de abandono, de perros, la vida no las permite. La risa despabilante, sórdida y estúpida, se sonríe a lo que no se ve, se mira lo que no se sabe... se sumerge en vapores y gotas las confusiones y los desvaríos...

... qué no entierra la vida en la furtiva, inocente y caprichosa mirada de un perro, sino las ganas de pasar del tiempo y de las necesidades para tener efímeros minutos de alegría.